UNA FORMA DE PROTAGONISMO
Qué difícil es reconocer la diferencia entre el derecho a sentir y
expresar lo que nos pasa y victimizar a los otros con nuestra fragilidad
emocional; intentar un balance entre hablar, aprender a controlar
nuestras angustias o posponer la necesidad de que alguien nos resuelva
lo que nos lastima o molesta, es complicadísimo. No existe una respuesta
simple y sí muchas interrogantes.
¿Pero usted qué siente? frente a expresiones no verbales pero
claras de enojo, tristeza, frustración o desinterés.
Porque aunque es importante y
fundamental ser capaces de nombrar los sentimientos, es muchísimo más
relevante y complejo saber qué significa lo que sentimos. Desentrañar
los significados de nuestras experiencias es una tarea de por vida, que
casi siempre se hace de manera personal y privada. O en terapia.
Muchos frente a su incapacidad para resolver problemas de
responsabilidad individual, recurren a reclamarle a sus parejas porque
sienten que no les dan lo que necesitan. La proyección es una maldición
fantástica; nos permite identificarnos y vincularnos, pero también nos
condena a la dependencia exagerada. Lo que la otra persona haga o deje
de hacer, se convierte en el centro de las vivencias personales, los
otros son culpables de mi dolor, ya no tengo que hacerme cargo de mí
porque soy una víctima del destino y sus fuerzas incontrolables. O algo
así.
La pregunta
original sigue sin respuesta: ¿hasta dónde tenemos derecho a irrumpir en
la vida de los otros exigiendo que dejen lo que están haciendo o
sintiendo para que nos miren?.
Si tuviera que elegir un lugar
diría que es mejor ser prudente y no dar por hecho que la otra persona
está obligada a nada; ni siquiera nuestros hijos o nuestros padres o el
amor de nuestra vida. Tal vez al sentir intimidad con alguien,
confundimos amor con invasión, cariño con control, conversación amorosa
con conversación terapéutica. Qué difícil es aceptar que hay muchas
cosas que nadie puede resolver más que nosotros mismos.
Comienzan los radicalismos más o menos en el mismo lugar: lo mío es más
importante que lo tuyo, debes escucharme, debes entenderme, debes
satisfacer mis deseos y necesidades en el momento y en la forma que yo
lo imagino. Y entonces llega la catástrofe, la frustración de las
expectativas, porque los otros nunca están ni estarán a la altura de las
fantasías de amor incondicional.
De “No me llamaste cuando yo
lo necesitaba”, “No me dijiste las palabras de aliento que quería
escuchar”, “No eres como yo quisiera”, “Debes cambiar”, está lleno el
infierno de los desencuentros, el infierno de la hipersensibilidad.
Quienes
se ofenden de todo y por todo, los que se autodefinen como
sentimentales o sentidos, son frágiles pero también protagónicos;
proyectan en los otros sus obsesiones personales, sus esquemas rígidos
de cómo debería verse el interés y el amor en todas sus presentaciones.
Cuidan en exceso a los demás esperando que los cuiden igual, solo para
encontrarse con la realidad de las diferencias individuales. Cada quien
da lo que puede o lo que decide dar y ni una gota más, a menos que en lo
profundo haya decidido cambiar, pero no porque alguien más se lo
demande sino porque internamente lo necesita.
A veces
por descuido, por falta de tiempo o porque están pasando momentos tan
complicados como nosotros, los que amamos no llaman, no nos visitan o
no preguntan cómo estamos. Interpretar estas omisiones como producto del
desinterés o del desamor, alimenta el sentimentalismo y el melodrama y
nos aleja de la autonomía emocional que es tan importante como la
interdependencia.
No es lo mismo construir reciprocidad que
reclamarla. No es igual entender lo que sentimos antes de comunicarlo,
que expulsarlo esperando que quien nos ama sepa comprender, traducir y
arreglar algo que es nuestro.
La idea simbiótica de los
vínculos, la búsqueda desesperada de la madre buena o del padre fuerte,
es un mecanismo humano y también un camino hacia la frustración.
Los adultos también somos niños a ratos y a veces y quizá
nunca dejamos de aspirar a encontrar la paz de la incondicionalidad. Tal
vez ser adulto significa, entre otras cosas, ver al niño desvalido que
seguimos siendo e intentar consolarlo con entereza. La codependencia se
distingue entre otras cosas, por la incapacidad de autoconsuelo, que
habría que combatir y no alimentar, sabiendo que la dependencia en
cantidades moderadas alimenta la cercanía pero cuando se convierte en
queja y reclamo, es fuente de resentimiento y distancia.
Mi Consulta Psicológica
Ana Luisa López Pérez
Psicóloga
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